As a child I remember being excited when a new toy store opened up in our local village center. My sister and I did everything we could to convince our mother to let us go wander around the store to buy something to enjoy. When we finally prevailed, we rushed to the store on our bikes. With great anticipation we almost skipped through the doors. A bell sounded, alerting the owner of our presence. My sister and I separated as I headed toward shelves filled with stuff for boys. I noticed the man had left his spot behind the register and now appeared at the end of the aisle. His presence seemed odd, so I moved to another row. There he was again, this time scowling at me. I didn’t feel comfortable. I found my sister and we left almost as fast as we had arrived. Clearly, we weren’t treated as potential customers, but rather as potential thieves. I may have returned another day with my mom, but only to experience the same accusatory glares as he watched every move I made. I said to my mom, “I don’t think that man likes kids.” I don’t recall ever buying something from that store. I certainly did not feel welcome. I wonder if any child did.
Feeling unwelcome is not pleasant. At St. Joseph Church we value the effort to welcome people. Our motto declares it: “Welcome home. Christ’s love and mercy awaits.” But that doesn’t mean that every person feels welcome. So, I’m wondering if there are people in our church who do not feel welcome or who have suffered an experience of not being welcomed at some point in their life.
In my case feeling unwelcome was because I was a child. But for others it may have been due to gender, or one’s appearance, or one’s ethnic background. I want to give you an opportunity to tell your experience of feeling unwelcome.
You may call me or email me or talk to me after Church. I promise to listen carefully and with compassion as you tell your story.
May God protect you from feeling unwelcome.
Monsignor Dick Martini
Pastor
Del Escritorio del Párroco
De niño, recuerdo haber estado emocionado cuando una nueva tienda de juguetes abrió en el centro de nuestro pueblo local. Mi hermana y yo hicimos todo lo posible para convencer a nuestra madre que nos dejara pasear por la tienda para comprar algo que disfrutaríamos. Cuando por fin la convencimos en dejarnos ir, fuimos rápidamente a la tienda en nuestras bicicletas. Con gran anticipación casi brincamos por las puertas. Sonó una campana que alerto al dueño de nuestra presencia. Mi hermana y yo nos separamos cuando yo me fue hacia los estantes llenos de cosas para niños. Me di cuenta de que el hombre había abandonado su lugar detrás de la caja registradora y ahora aparecía al final del pasillo. Su presencia parecía rara, entonces me moví a otro pasillo. Allí estaba de nuevo, esta vez frunciendo el ceño. No me sentía cómodo. Encontré a mi hermana y nos fuimos casi tan rápido como habíamos llegado. Claramente, no nos trataron como clientes potenciales, sino como ladrones potenciales. Es posible que haya regresado otro día con mi madre, para otra vez experimentar las mismas miradas acusatorias y sentir que él observaba cada movimiento que hacía. Le dije a mi mamá: “No creo que a ese hombre le gusten los niños.” No recuerdo haber comprado algo en esa tienda. Ciertamente, no me sentí bienvenido. Me pregunto si algún niño que entro a esa tienda se sintió bienvenido.
Sentirse no bienvenido no es agradable. En la Iglesia de San Jose valoramos el esfuerzo para darles una bienvenida a las personas. Nuestro lema lo declara: “Bienvenido a casa. El amor y la misericordia de Cristo te esperan.” Pero eso no significa que todas las personas se sientan bienvenidas. Entonces, me pregunto si hay personas en nuestra iglesia que no se sienten bienvenidas o que han sufrido una experiencia de no ser bienvenidas en algún momento de su vida.
En mi caso, sentirme no bienvenido fue porque era un niño. Pero para otros puede haber sido debido al género, o a la apariencia de uno, o al origen étnico de uno. Quiero darte la oportunidad de contar tu experiencia de no sentirte bienvenido.
Puedes llamarme, enviarme un correo electrónico o hablar conmigo después de la Misa. Prometo escuchar atentamente y con compasión mientras me cuentas tu historia.